A los 85 años del inicio de la renovación teatral en Cuba: fundación de La Cueva: Teatro de Arte de La Habana   (Parte I)

Por Esther Suárez Durán

Los estudiosos del teatro cubano en la república coinciden en establecer dos grandes períodos en su trayectoria nominados como la etapa del teatro de arte, que comprende la actividad que se desarrolla entre 1936 y 1954[1], y la etapa de las salitas, que da inicio en el propio 1954 y se extiende hasta fines del 58.

De esta suerte, se da como fecha de inicio de la modernización en la escena cubana el bienio 1935-1936, lapso en que tienen lugar el estreno de La muerte alegre, de Nicolai Evreinof, con un equipo de lujo (Amadeo Roldán, a cargo de la música e Igor Yavorsky de la coreografía) y poco después, la portentosa puesta en escena de Fuenteovejuna, de Lope de Vega, en la Plaza de la Catedral, ambos bajo la dirección de Luis Alejandro Baralt[2], acontecimientos escénicos que prefiguran el teatro cubano por venir mediante la asimilación de las nuevas concepciones y fórmulas escénicas.

La recepción por la crítica y el público de estas puestas generan un entusiasmo tal que los intelectuales y artistas que los han producido (entre los que se cuentan José A. Portuondo, Camila Henríquez Ureña, José Manuel Valdés Rodríguez, Amadeo Roldán y Jorge Rigol) deciden darle continuidad a sus empeños y para ello se configuran como una agrupación permanente.

Surge así una institución teatral de nuevo tipo: La Cueva. Teatro de Arte de La Habana, conducida por el propio Baralt, que el 28 de mayo de 1936 realiza su primer estreno con un título de Pirandello –traducido especialmente al efecto–, que se presenta de este modo, por vez primera, en lengua española. Con ella se inaugura oficialmente una nueva concepción artística signada por la búsqueda de la teatralidad, el entendimiento del espectáculo como un hecho de síntesis y una visión diferente del arte del actor, del uso del espacio y la relación con los espectadores, en medio de un paisaje dominado por la presencia de las compañías bufo-vernáculas[3], las de espectáculos ligeros (vodeviles y comedias intrascendentes) y las llamadas de alta comedia –nacionales y extranjeras, particularmente españolas—, con su estética decimonónica.

La Cueva desaparece apenas ocho meses después, tras su novena puesta en escena pero, a partir de este momento y hasta 1950, surgirán en la capital más de quince instituciones teatrales en esta línea, de las cuales buena parte desaparece antes de llegar a los tres años de vida.

En la entrada del teatro cubano en este nuevo anillo de su espiral de desarrollo colaboran varios factores; merecen citarse la relativa bonanza económica que se produce como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial y el arribo al país, desde los años iniciales de la conflagración, de un grupo de artistas e intelectuales europeos, junto al regreso de Europa de algunos artistas cubanos.

En el espacio específico del hacer teatral no es menos significativo la falta de correspondencia entre las fórmulas de las expresiones herederas del bufo cubano y la nueva realidad social que sobreviene con la tercera década republicana, el influjo del movimiento renovador que se extiende a partir de los años veinte por la pintura, la literatura y la música cubanas y la emergencia de nuevas generaciones a la vida social y  cultural.

Mientras en las esferas artísticas mencionadas el sujeto creador nos remite a una individualidad y resulta más fácil ver acrisoladas las ideas sociales y estéticas más progresistas de su momento, en el teatro el asunto se plantea de una forma distinta. Su lento desenvolvimiento durante las tres primeras décadas del siglo XX se relaciona tanto con sus particularidades como expresión artística, como con la política socio cultural de la sociedad del momento y los modelos, económico organizativos en que podía tener lugar la actividad escénica.

Entre las primeras se halla el carácter colectivo de este arte –una modalidad compleja en la que intervienen diversos especialistas—, cuyos procesos de creación y recepción se producen al unísono, en un mismo tiempo, espacio y evidencian, como en ningún, otro la necesidad de contar con una base social que posibilite su existencia y ulterior desarrollo, a la par que ponen de manifiesto las características socioculturales y estéticas de la misma.

También existieron otros fenómenos retardatarios, entre ellos la afectación que sufrió la esfera de los espectáculos a consecuencia de la depresión económica mundial de 1929, con el cierre de varias instalaciones, la reducción de los presupuestos destinados a las producciones y la consiguiente disminución en la calidad de estas, a lo cual se sumó la presencia del cine en la vida cultural del país, que supuso la conversión de instalaciones teatrales en locales cinematográficos y el desplazamiento de actores y directores, y el vertiginoso crecimiento de la radio, que asumió a una buena parte de los artistas teatrales y les ofreció ingresos más ventajosos.

El surgimiento de las agrupaciones de nuevo tipo en el período está íntimamente ligado a un fenómeno sin precedentes en la historia teatral cubana: la aparición de centros formadores de los profesionales necesarios.

En 1940 se funda la Academia de Artes Dramáticas de la Escuela Libre de la Habana (ADADEL), a partir de un núcleo de profesores procedentes de Europa y Estados Unidos, a los que, de inmediato, se suman profesionales cubanos de la talla de Luis A. Baralt, José Manuel Valdés Rodríguez y Alejo Carpentier.

La presencia de estos mismos teatristas europeos influye en el surgimiento del Teatro Universitario[4], en 1941. En su seno comienza a funcionar un Seminario de Artes Dramáticas en 1944 y en 1949 se abrirá un espacio dedicado al teatro experimental, forja de directores, actores y dramaturgos[5]. De esta importante institución formadora proceden artistas de la talla de Lilliam Llerena, Roberto Blanco, Helmo Hernández, Miguel Navarro, entre otros.

En 1943 ADADEL desaparece, pero su impronta se verifica en el surgimiento de uno de los más importantes colectivos teatrales de todo el primer período: ADAD (que forma su nombre con las siglas de la propia Academia). Será el más interesante e inquieto, de acuerdo con la valoración que realiza la crítica, en cuyas filas culminan su preparación creadores de intensa actividad en la escena posterior: Julio Martínez Aparicio, Modesto Centeno, Reynaldo de Zúñiga, Francisco Morín, entre los directores, y Adolfo de Luis, Marisabel Sáenz, Alejandro Lugo, Violeta Casal, Ángel Toraño, entre los actores. En su seno se gesta la revista teatral más importante de toda la etapa republicana: Prometeo (1947 –1956) y el grupo teatral de igual nombre, uno de los de mayor calidad artística en los años siguientes, así como un nuevo centro docente: la Academia Municipal de Artes Dramáticas, la cual, auspiciada por la Dirección de Bellas Artes del Municipio de La Habana, oferta ahora sus cursos de modo gratuito. Conducida por Martínez Aparicio y con un claustro compuesto por los integrantes de ADAD, ex alumnos de la antigua academia. En 1947, la nueva institución inicia una actividad que solo se verá interrumpida en 1966, cuando factores ajenos a ella decreten su cierre. En este centro cursaron estudios Carucha y Pepe Camejo, Dora Carvajal, Fela Jar, Nora Badía, Heberto Dumé, Miriam Acevedo, Julia Astoviza, Leonor Borrero, entre otros tantos que luego serían figuras imprescindibles de la escena cubana.

La mayoría de las agrupaciones tenían carácter privado y utilizaban como fuente de financiamiento de sus montajes –además de los donativos de sus propios miembros— la contribución proveniente de un sistema de abonados (uno o dos pesos por cada asociado)[6], con el derecho a presenciar la única función que podían permitirse organizar en el mes, a lo que se añadían los pagos por la publicidad que aparecía en sus programas y los breves e inciertos ingresos de taquilla, dado que no se trataba de una programación sistemática. El director artístico y los intérpretes no recibían pago alguno por su trabajo, a excepción del Patronato del Teatro, y, en repetidas ocasiones, los diseñadores de escenografía y vestuario acordaban exiguas sumas por su labor o donaban estas creaciones a los grupos. Era usual que los integrantes del reparto y los amigos facilitaran, en calidad de préstamo, utensilios y muebles para poder satisfacer las exigencias de la escenografía y el atrezo.

Solamente el Teatro Universitario y la Academia Municipal de Artes Dramáticas contaban con un pequeño subsidio estatal dada su condición docente.

Esta precaria situación económica trajo por consecuencia la inestabilidad de las agrupaciones. No obstante, entre 1936 y 1953 se presentaron 400 espectáculos teatrales, con un promedio de 22 producciones por año[7], subieron a escena los más significativos autores europeos contemporáneos tales como Pirandello, Valle Inclán, Lorca, Giradoux, Anouilh, Sartre, Camus, los mayores exponentes de la dramaturgia social que se abría paso en el teatro norteamericano (O’Neill, Williams, Odets, Miller)[8], importantes autores latinoamericanos como Usigli y Gorostiza, e incluso autores soviéticos como Simonov y Leonov, estos últimos en el repertorio de Teatro Popular. Nuestros directores, actores y diseñadores se mantenían al tanto de los nuevos cánones y formas de expresión que surgían en el teatro europeo y norteamericano insertándose incluso en las más avanzadas academias y talleres de los Estados Unidos.

Las principales agrupaciones funcionaron no simplemente como productoras de espectáculos, sino como instituciones promotoras de la cultura teatral. Trabajaron en pos de socializar el conocimiento del teatro mediante revistas (Artes, 1944-45, del  Teatro Popular; Prometeo, 1947-1956) , boletines (Boletín Mensual del Patronato del Teatro) y conferencias; estimularon la creación y, en particular, la aparición de nuevos autores a través de premios (Premio Talía otorgado anualmente por el Patronato a los mejores directores de sus puestas en escena) y frecuentes concursos de dramaturgia (Teatro Popular, 1944; ADAD, 1947 y 1948; Patronato, 1948, 1949, 1955, 1956, 1958 y 1959; Prometeo, 1950, 1951 y 1952) y hasta llegaron a crear una excelente biblioteca especializada (Patronato del Teatro).

Como resultante se alcanzó una determinada madurez profesional en los artistas y se fomentó un círculo de espectadores con cierta preparación para comprender el arte teatral, conformado fundamentalmente por  varias zonas de la pequeña burguesía y la intelectualidad, pero que también incluyó la presencia de otros estratos poblacionales. En este particular merece destacarse el empeño del Teatro Popular, liderado por Paco Alfonso, que se propuso como objetivo la comunicación con los sectores populares con el apoyo del Sindicato Tabacalero

La aspiración de alcanzar un régimen estable de actividad mediante la instauración de las funciones diarias se planteó ahora de modo más claro, sobre la base no solo de la vocación probada, sino del propio grado de desarrollo profesional alcanzado por los teatristas (artistas y técnicos), del cual dan fe la televisión y la radio de la época hacia donde se producía una continua emigración del talento.[9]     (continuará)

Notas:

[1] Algunos investigadores plantean el primer período entre 1936 y 1950, considerando los años que median hasta 1954 como una etapa transicional.

[2] Luis A. Baralt Zacharie se graduó de Doctor en Filosofía y Letras y luego de Doctor en Derecho en la Universidad de La Habana y de Artium Magister en la Universidad de Miami. Profesor de Cultura Latinoamericana en dicha Universidad y más tarde catedrático de Filosofía y Estética en la Universidad de La Habana. Su padre había ejercido como crítico teatral en Nueva York, fue fundador del Ateneo de La Habana y el primer Presidente de la Sociedad de Fomento del Teatro surgida en 1910.

[3] Alhambra termina su actividad en 1935, pero le suceden otras compañías de estética semejante y amplia aceptación popular cuya  labor ha sido menos conocida por la posteridad, Entre ellas la de Garrido y Piñero que trabaja desde 1937 hasta 1948, con el popular libretista Carlos Robreño; la de Leopoldo Fernández, que tiene su temporada de oro en 1942, en el Teatro Martí, junto al libretista Cástor Vispo, y la de Pous y Galí.

[4] La fecha oficial de su fundación será 1943.

[5] En este espacio se realizaron durante el período obras de dramaturgos cubanos como Modesto Centeno, Fermín Borges, Dysis Guira, María Alvarez Ríos y Luis A. Baralt.

[6] En el caso del Teatro Popular la contribución de los abonados era inicialmente de treinta centavos y más tarde ascendió a 50, mientras que los socios del Patronato del Teatro contribuían con cinco pesos o más, lo que no evitó que la institución se viera varias veces al borde de la quiebra.

[7] Estos datos han sido tomados de la Tesis para el grado de Doctor de la investigadora Haydée Sala Santos: Aspectos artísticos y  organizativos del teatro cubano, Instituto de Investigaciones Científicas del Arte, Moscú, 1986. (Inédito.)

[8] Con motivo del otorgamiento del Premio Nobel a Eugene O’Neill en 1936, la Dra. Camila Henríquez Ureña calificaba al movimiento teatral de Estados Unidos como “uno de los más intensos (…) dirigido a la creación de un teatro nacional.” Y proseguía: “El teatro norteamericano (…) tiene ahora su sello personal característico, y marca nuevos rumbos que cruzan ya el Atlántico de Oeste a Este.” En “Eugene O’Neill”, Estudios y conferencias, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1982, p.77.

[9] En estos afanes teatrales se formaron quienes luego serían afamados directores televisivos como Manolo Garriga, Carlos Piñeiro y Antonio Vázquez Gallo.