Maradona. La causalidad hechizante del espectáculo más grande del mundo

Por Roberto Pérez León

Si Pelé es Beethoven, yo soy el Ron Wood, Keith Richards y Bono del fútbol, todos juntos. Porque yo era la pasión del fútbol.

                      Maradona

Los cubanos recién estamos aprendiendo a disfrutar del fútbol pese a que nada tiene que ver con la pelota, nuestro deporte nacional. Poco a poco el fútbol, sobre todo entre los más jóvenes, ha entrado a formar parte de un magnético entusiasmo deportivo.

No es raro encontrar en medio de una calle, en los solares, en los parques improvisadas canchas de futbol en lugar de aquellas ocurrentes zonas de juego que trataba de imitar el cuadro o diamante donde se plantaba, en uno de sus vértices, el lugar de bateo.

En los barrios de cualquier parte de la Isla ya es común ver cómo se las ingenia la gente para parecer futbolistas; jóvenes,  niños, adultos, todo el que puede hace el esfuerzo y viste con camisetas de las estrella y de los clubes futbolísticos como manda el marketing del deporte rey por decreto y por aceptación y por un consolidado disfrute.

En verdad no es momento de disquisiciones socioculturales porque ha muerto Maradona, El Diez.

Maradona fue protagonista de un estruendoso espectáculo donde El Pelusa supo ser El Diez y El Diez no dejó de ser nunca. El Pelusa desenfadado, irreverente, franco, tremendo, humilde, arrogante, desatinado:

 «Con mi enfermedad yo di ventajas. ¿Sabes qué jugador hubiera sido yo de no haber tomado drogas?; «Ser Maradona es hermoso. Soy un tipo normal que, por hacerle un gol a los ingleses, que nos mataron a los pibes en Malvinas, hoy la gente me conoce. Pero soy el tipo más normal»; «Crecí en un barrio privado de Buenos Aires. Privado de luz, de agua, de teléfono».

Muchos objetan a Maradona por su comportamiento ideológico, muchos lo objetan también por las adicciones que fueron una fatalidad en su vida, tuvo momentos al borde del colapso emocional:

«Sólo les pido que me dejen vivir mi propia vida. Yo nunca quise ser un ejemplo»

Maradona fue el más grande futbolista por su poética y por la técnica que en el césped del terreno. Sobre la cancha tuvo un saber específico, visceral; más allá del componente técnico, sus artificios tenían una calidad teatral que lo hacían ser un acontecimiento cada vez que salía al campo.

Maradona fue un personaje-actor y un actor-personaje con ideas y compromisos político-ideológicos muy bien plantados; además, su valentía, honestidad e ironía no tuvieron límites y por esa razón su comportamiento social fue muchas veces puesto en entredicho.

Pero Maradona es un símbolo, llegó a ser pueblo y fue el pueblo latinoamericano. Su sonrisa fue plena y sus lágrimas sin ambages.

Haber asistido a un estadio donde él jugaba era participar en un convivo excepcional; verlo en el terreno era un suceso inexorable, algo que no tenía otra forma de ser que no fuera aquella manifestación absolutamente teatral por intensidad, asombro, sorpresa, agitación, estímulo físico y  emocional, subjetividad y experiencia.

Un partido de futbol no ha podido ser superado ni por un concierto de Madonna ni por uno de Mikel Jackson ni por un desfile militar en la Plaza Roja de Moscú o una puesta de El lago de los cisnes; ni camp ni kitsch, solo futbol como dinámica performativa única, en pleno desarrollo en un tiempo y en un espacio con ejecuciones que tienen la irreductible  regla de como vaya viniendo vamos viendo y haciendo, ahí late la expectación imprescindible en todo espectáculo.

El gesto en el espectáculo más grande del mundo es súbito, una acción oblicua, una persistencia indescifrable como muestra un botón: el mítico gol de “la mano de Dios” en el mundial de 1986 en México:

 «¿El primer gol a Inglaterra? Fue la mano de Dios. Les ofrezco mil disculpas a los ingleses, de verdad, pero volvería a hacerlo una y mil veces. Les robé la billetera sin que se dieran cuenta, sin que pestañearan».

Como discurso de signos, como acontecimiento intertextual, las curvas de visibilidad y enunciación en un partido de fútbol tienen la concatenación armónica de las tangentes absolutas de una manifestación estética.

Un partido de fútbol es una puesta en escena por la dialéctica de su forma y de su contenido donde se percibe la dimensión de un fascismo envidiable para nutrir cualquier acción escénica; es danza teatro, teatro de la imagen, clausura de toda representación mimética.

Artaud nos dejó  dicho que “el Arte no es la imitación de la vida, sino que la vida es la imitación de un principio trascendente con el que el arte nos vuelve a poner en comunicación”.

Tiene un partido aliento artaudiano en tanto es enclave donde el gesto no puede repetirse del mismo modo, tal y como sucede en el teatro, ahí late la expectación imprescindible de todo espectáculo.

Recordemos de nuevo el mítico e incesantemente polémico gol de “La Mano de Dios” en el Mundial de 1986 en el estadio Azteca de Ciudad de México durante el partido entre Argentina e Inglaterra. Que si fue infame aquel gol, que si, como dijo Maradona, lo había marcado «un poco con la cabeza y un poco con la mano de Dios»; muchos años después volvió al suceso y confesó: “Qué mano de Dios, ¡fue la mano del Diego! Y fue como robarle la billetera a los ingleses también…”. Lapidaria declaración para definir un gesto absolutamente escenológico.

El cuerpo es comunicador de subjetividad y de contenido dramatúrgico es materia escénica; la corporalidad es un significante identitario, biocultural, biosocial para la significación del actor-performers; el cuerpo es un estatuto escenológico que dentro del imaginario social produce saberes liberadores como interpretante sémico-espectacular a través de su expresión.

Lo dador de un espacio gestual, tanto en el fútbol como en una puesta en escena, está en el proceso de enunciación y no en lo que se enuncia precisamente. Colocarse en la cancha precisa ser consciente de la danzalidad y de la teatralidad desde la fijeza del giro corporal como accionar semiológico.

El proceso de enunciación, por encima del enunciado mismo, es disfrutable en la medida en que se hace visible la articulación rítmica, la fusión de los diferentes lenguajes escénicos.

Tanto la puesta en juego como la puesta en escena son narrativas en desarrollo incesante, procesos creativos que poseen complejas singularidades y transdisciplinariedad operacional.

La arborescencia de los jugadores en la cancha es todo un montaje esceno-tecnológico desde la corporalidad; por su parte, la composición de los distintos materiales escénicos en un montaje teatral siempre tendrá como eje al actor.

Toda representación es un espectáculo y todo espectáculo es una suma de imágenes construidas e interrelacionadas.

Una situación de representación puede superar al original o a la misma copia, se parta de la realidad o de la apariencia de la realidad o de la construcción de otra realidad: seudo-realidad u otro mundo, inversión del mundo al mediatizarlo por imágenes de significación dictadas por la cosmovisión de cada época, de nuestra época, de eso se trata la Weltanschauung como paradigma para la percepción intelectual, emocional,  ética (Welt= «mundo», y anschauen = «observar»).

Contemplar y vivir; espectáculo y sociedad: binomio fraguado entre signos propios y alienantes dentro de la praxis social que sustentamos con nuestra existencia heterogénea y antroposociológica.

Un partido como espectáculo solo llega a ser lo que es: un juego de fútbol, y eso es suficiente; no precisa de nada más que ser espectaculista por su acumulativa potencialidad hipnótica, mistificadora y de representación autónoma; la acción sin reificación ni esquematización sucede siempre en el mismo espacio con un único decorado, escenográficamente es un espectáculo de despliegues espacio temporales predecibles e insólitos en la mismidad de una narrativa lineal.

Jacques Derrida decía del teatro que era “repetición de lo que no se repite […] repetición originaria de la diferencia en el conflicto de fuerzas…” Preciosa definición de un partido de futbol, un aquí y un ahora sin pasado ni futuro predecible, que sucede a la par del presente nuestro como espectadores.

Como puesta en escena un partido está forjado por los horizontes auto-reflexivos y experienciales de los jugadores. La autonomización operante del diapasón de ejecuciones particulares de los jugadores-performers hace posible la calidad del movimiento, la majestad de lo figural y del pensamiento de actores-peformers que crean una atmósfera escénica de sensorialidad total.

Puesta en cancha y puesta en escena en sus dimensiones corporales y emocionales convergen por el carácter performativo de una fenomenología que involucra tanto al espectador como al ejecutante –materiales y sustancias en escena.

Una puesta en cancha, como texto espectacular, es una urdimbre de textualidades, confluencias discursivas con códigos y lenguajes manifestados en el espacio físico y virtual que se concibe para el juego mercancía no excepto de propuestas ideológicas, tal y como sucede en una puesta en escena, en una representación, en un espectáculo donde se territorializa una imagen y su consumo corolario.

La teatralidad está en la polifonía semántica y semiótica que se desenvuelve en el espacio-tiempo-escénico de todo espectáculo repositorio de estrategias y derivaciones emocionales, intelectuales, políticas, morales.

La teatralidad es lo que sostiene al lenguaje espectacular como contrapunto socio cultural entre imagen y realidad.

La teatralidad y sus signos integrantes, nada exclusivos del teatro, no es un simulacro sino una alarmante potencialidad social rentable como estrategia de poder.

La escenificación del fútbol es a la vez proceso y resultado, no es un espectáculo-monumento. Y Maradona, como causalidad hechizante, fue la ejecutoría esclarecida de la encarnación de la imagen del juego-espectáculo.

Foto de Portada tomada de RPP Noticias